La historia de la alimentación contemporánea está sujeta a una gran
contradicción: el modelo agroindustrial de producción a gran escala que ha
surgido desde la Revolución Industrial, el cual se autocalifica como el único
viable para resolver el tema alimenticio en el mundo y que, además, ha aportado
con una masiva producción de alimentos, se enfrenta a cada vez más profundas y
constantes crisis de alimentos caracterizadas por cada vez más personas
hambrientas en el mundo. De las 7 mil millones de personas que habitan el
mundo, 1 mil millones se consideran crónicamente hambrientas en la actualidad.
Esto nos obliga a preguntarnos y, de hecho, muchísimos lo hacen, si este
modelo, que clama ser el único viable para responder al hambre mundial, es
realmente factible.
La
descampesinización del mundo
Realizando una rápida genealogía de la producción alimenticia, es
crucial tomar en cuenta las hambrunas europeas de Inglaterra e Italia del Norte
del siglo XVII, la crisis finlandesa en el invierno de 1868 y la más
devastadora: la hambruna irlandesa entre 1845-1848 (Vanhaute, 2007). Todas sirvieron
para detonar en Europa una política agresiva de producción agrícola en sus
colonias, lo que incrementó masivamente la disponibilidad de alimentos al
continente europeo, posibilitando mayor seguridad alimentaria, decrecientes
precios de alimentos y un decrecimiento de la población agrícola. Dicho proceso
sólo se pudo sostener en un mundo rápidamente cambiante y cada vez más
desigual.
A su vez, las necesidades de consumo del mercado europeo, atadas al
crecimiento demográfico exponencial del último siglo, impulsaron una nueva ola
de exportación de millones de trabajadores excedentes a las colonias europeas
(Argentina, Australia, Uruguay, etc.,), con lo que se fue consolidando la producción
barata en áreas templadas (lácteos, granos y carne). Mientras tanto, la
producción de productos tropicales ya estaba consolidada en las colonias
tropicales mediante la provisión de esclavos, en su mayoría de origen africano
y en menor parte indígenas que trabajaron en condiciones deplorables en un
régimen semi-feudal. De este modo, si bien las hambrunas en tiempos de paz se
erradicaron de Europa occidental, incrementaron de manera desmedida a través de
todas las colonias (Davis, 2001). Aquí tenemos otra contradicción que, de
hecho, cimienta la primera mencionada al inicio de este artículo. Vale la pena
recalcar en este momento que esta contradicción subsiste en la actualidad. La mayoría
de los países industrializados han logrado un menor número de crónicamente
hambrientos; sus principales problemas en la actualidad son, por el contrario,
la obesidad debida a la sobrealimentación de mala calidad y los problemas de
salud pública que devienen de la mala alimentación. Por su lado, son los países
latinoamericanos, africanos y asiáticos los que sufren hambre y desnutrición
por causa de ella.
De este fenómeno colonial de explotación e imposición, que ha estado
acompañado de la apropiación ilegal de territorios, nace la teoría del progreso
agrícola. Al ubicarse Europa en la cima jerárquica del poder global, pudo
descampesinizarse y utilizar la excedente mano de obra aglutinada con
anterioridad en sus tierras agrícolas, para su incipiente revolución industrial
pudiendo importar materias primas y alimentos baratos. Todo esto a costa de: 1) la inserción de pequeños productores a la
producción de commodities, 2) la
incorporación de millones de productores en las regiones tropicales y templadas
al mercado global, 3) el debilitamiento o destrucción de sistemas locales de
alimentación; todo en detrimento de la seguridad alimentaria local. En
consecuencia, a principios del siglo XX, Inglaterra, por mencionar un ejemplo,
importaba 70% de los granos, harina y productos lácteos y 40% de su consumo
cárnico.
Todos estos logros, fuertemente apoyados por la
propaganda, sistemas educativos y la homogenización de las dietas, legitimaron
un fuerte y llamativo mensaje de modernización, descampesinización,
industrialización e integración económica. El discurso apeló fuertemente a la
erradicación del retraso, personificando al campesino como reliquia del pasado.
Así, surgió inicialmente el proceso de
descampesinización cómo fenómeno social y económico, lo que aseguró la total
dependencia de la población humana actual y futura en términos de producción de
alimentos (de unas cuantas empresas agropecuarias multinacionales que controlan
la cadena de producción alimenticia), y una total pérdida de la riqueza
milenaria agrobiológica. John Steinbeck en su obra magistral “Uvas de la Ira”,
describe el proceso por el cual los pequeños productores agrícolas de EE.UU.
son expulsados de sus tierras. En este país, la concentración de tierra
motivada por el surgimiento del mercado financiero y la apertura de mercados de
granos significó la disminución de granjas, de 7 millones en 1935 a 1.9
millones en 1997. Para 1999, granjas con superficies mayores a 500 hectáreas
controlaban el 79% de la tierra productiva americana (Holt Gimenez y Shattuck,
2011).
Según estadísticas de la FAO, en 1950, el 65%
de la población global estaba involucrada en la agricultura. Para el 2000 sólo
el 42%. (FAO Statistics). Hoy, la población global se estima en 7.000 millones
de personas; sin embargo, la población productora no supera las 1.500 millones
(Oxfam, 2011).
La
crisis actual: el hambre en el mundo
La crisis del siglo XXI es el producto del
resquebrajamiento del sistema económico y social; su origen es político y casi
siempre prevenible (Vanhaute, 2011). Las hambrunas actuales son típicamente
vistas cómo crisis humanitarias que se pueden prevenir, pero, simplemente no se
lo hace, por esto otros las ven como crímenes contra la humanidad (Edkins,
2007; de Waal, 1997). No está de más, entonces, mencionar que el 2008 se
tuvieron volúmenes record en cosechas (2287 millones de toneladas métricas),
más que suficientes alimentos para alimentar a todo el mundo (FAO, 2009), pero,
a pesar de ello, existen 1.000 millones de crónicamente hambrientos, y resulta
que 500 millones de ellos son productores (Shiva, 2011).
La
articulación del sistema alimenticio corporativo
Y la solución a la crisis alimenticia está cada
vez más lejos de resolverse pues el interés en el tema apunta a hacer negocios.
No es por nada que el sistema alimenticio está cada vez más articulado a lo
corporativo. Post II guerra mundial, en los 60 y 70, y en el actual siglo XXI,
la respuesta usual es la de impulsar nuevas revoluciones verdes; todo endorsado
por el agro negocio. Los shocks económicos de los 70 y 80 anunciaron la etapa
de expansión económica neo-liberal. Dicho contexto junto al llamado seductivo
del libre mercado de los 80 y la especialización productiva como motores de
desarrollo, hizo que la liberización de mercados agrícolas y prácticas de
dumping masivo de excedentes alimenticios, incrementaran dramáticamente la dependencia
alimenticia del sud (McMichael, 2009).
Durante los 80, los programas de ajustes
estructurales (SAPS, en inglés) rompieron las medidas arancelarias nacionales,
desmantelando los mercados locales y destruyendo los sistemas de investigación
local. Dichas políticas estaban plasmadas en los tratados comerciales
bilaterales y tratados de libre comercio (FTAs, en inglés). Estos mecanismos
constituyeron restricciones a los derechos soberanos de los estados a regular
el alimento y la agricultura. En el sud,
la llamada revolución verde promovió la agricultura intensiva –plan Bojan,
Bolivia– de un número reducido de productos: trigo, maiz, arroz, y soya,
usualmente llamados los cultivos de los pobres y el alimento de animales de
granja.
De este modo, el control de la justicia
alimenticia en el mundo recae cada vez en menos manos y se reduce a una gama de
productos ofertados únicamente por el agronegocio. A continuación explicaremos
las consecuencia de esta uniformización alimenticia, que tiende a elitizar las
posibilidades de alimentarse o no y de alimentarse bien o no en este mundo.
Las consecuencias
de la uniformización alimentaria
En primer lugar, tenemos una clara transición
de dietas diversificadas a dietas reducidas caracterizadas por mayor consumo
cárnico, de grasas y aceites, azúcar y carbohidratos procesados. Se trata de un
fenómeno global que no se puede negar y que, además, no escapa a la clase
social. La alimentación no es un tema de derecho humano, por lo menos no lo es
para las grandes empresas que están acaparando, a paso seguro, toda la cadena
de producción alimenticia. Las dietas buenas están en manos de poblaciones
económicamente posibilitadas y las más pobres se encuentran encapsuladas en
dietas altamente procesadas, con contenido calórico alto y sufriendo de subnutrición
asociada a la obesidad (McMichael, 2009); es decir, sólo los ricos podrán alimentarse
con alimentos sanos. Así, la reorganización de la cadena de comercialización ha
subdividido a las dietas por clases económicas; no es por nada que el sector
privado ha diferenciado a consumidores que se sirven commodities comestibles
estándar (WalMart), de aquellos que comen productos de cadenas alimentarias
cuidadosamente auditadas para su calidad (Whole Foods).
En este sentido, la respuesta al hambre en el
mundo, lo decimos una vez más, es solamente un negocio y son las grandes
empresas agropecuarias multinacionales las que interpretan el papel estelar.
Los alimentos son productos del mercado y en el mismo existen consumidores con
distinta capacidad de gasto. Este hecho, además, va de la mano del negocio
farmaceútico que hace de la mala nutrición una mina de oro. No es un
descubrimiento que el sistema alimenticio artificial y sin diversificación que
no respeta los procesos de complementación entre la tierra, los ecosistemas, el
clima y el ser humano, al momento de producir alimentos, genera problemas de
salud, entre otros. Olivier De Schutter (2011) lo confirma con el siguiente
ejemplo: “el cambio de sistemas de cultivos diversificados a sistemas
simplificados centrados en los cereales ha contribuido a la malnutrición por
falta de micronutrientes”, siendo este un enunciado de muchas investigaciones
que hacen un llamado ante este problema.
De este modo, el hambre en el mundo no se
reduce solamente al tema de comer o no comer, sino que se concentra también en
ofertar alimentos que imponen costumbres alimenticias aptas para el agronegocio
y el negocio de las farmacéuticas: la enfermedad.
En este momento de la exposición, es crucial
recalcar un punto neurálgico que explica aún más y le da sentido a la
contradicción del sistema de producción de alimentos actual que no tiene como
objetivo “alimentar” para calmar el hambre o para nutrir, sino “des-alimentar”
de la manera más eficiente para producir seres humanos mal nutridos, sin
posibilidades de acceder a una alimentación óptima, y sin posibilidades de producir
sus propios alimentos. El fin va más allá del hambre y recae en adaptar al ser
humano al sistema de producción de alimentos agroindustrial, el que, en
realidad, “alimenta, engorda y nutre” los bolsillos de las grandes empresas agropecuarias
que acaparan distintos procesos de producción a lo largo del mundo y rompen las
posibilidades de autodeterminación de las poblaciones locales y, por ende, el
derecho a una óptima alimentación para todas y todos. Para comprender mejor
este enunciado, es importante ahondar en la dimensión ambiental de la
producción de alimentos.
La
dimensión ambiental dentro del análisis del régimen corporativo
La agricultura global es responsable de un
cuarto a un tercio de las emisiones de GEI totales (McMichael, 2009). GRAIN,
sitúa los aportes de GEI entre 47 y 54%. Esto es causa de varios elementos,
pero en este ensayo nos interesa resaltar uno de ellos: la producción agrícola
subordinada a relaciones netamente capitalistas de producción significa la
progresiva implementación de inputs (recursos orgánicos a commodities), que reducen el reciclaje de nutrientes dentro del
suelo y agua, provocando la implementación de métodos agronómicos dependientes
de químicos y semillas OGM producidas bajo estándares industriales (McMichael,
2009). De este modo, la producción de alimentos, ligada a la descampesinización
del mundo, va de la mano de una lógica de producción cada vez más artificial y dicotómica
con el medio ambiente; asimismo, proviene de una historia de colonización que
ha destruido la producción local, sus propios conocimientos y culturas
asociadas a la producción de alimentos. Finalmente, pero no menos importante,
ha generado un proceso de erosión de la agrobiodiversidad asociada a la
homogeneización de consumo de alimentos que caracteriza nuestra alimentación en
la actualidad. Todos estos temas están conectados y más aún, pues se contienen
mutuamente y no se los puede separar.
En cuanto a la pérdida de agrobiodiversidad,
tenemos que a lo largo de miles de años de actividad agrícola se han manejado
alrededor de 7 mil especies agrícolas y varios miles de tipos animales. Sin
embargo, según datos del Convenio de Diversidad Biológica, sólo quince
variedades de cultivos y ocho de animales representan el 90% de nuestra alimentación
actual (GRAIN, 2011).
Este hecho está unido, también, a la pérdida de
cultura y conocimientos ecológicos de cómo vivir y trabajar con los ciclos
naturales mediante la disolución de la agricultura diversificada, prácticas
ambientalmente adecuadas y con mejores rendimientos que la producción
especializada industrial (Weis, 2007; Altieri, 2008; IAASTD, 2008). Como ya
mencionamos en otro ensayo, la pérdida de agrobiodiversidad no puede separarse
de la erosión cultural. La homogeneización de la alimentación es un proceso
ligado a la homogeneización cultural. Pero esto es más complejo de lo que
parece pues esta homogeneización cala al interior de cada ser humano, en sus
características biológicas y genéticas. Nos explicamos: en tiempos de
diversidad agrícola y de alimentos, los campesinos desenvolvían su identidad de
acuerdo al medio en el que vivían, el cual les proporcionada la opción de
producir variedad de alimentos propios del ecosistema específico que les
cobijaba. Este proceso de adaptación y complementación entre las poblaciones
humanas, los alimentos y el medio ambiente, que se han erigido a lo largo de
generaciones, ha tenido como producto una evolución biológica que ha permitido
el nacimiento de los grupos sanguíneos por ejemplo. Así, tenemos que el grupo
sanguíneo “O”, que es el más antiguo, procede de las poblaciones de
cazadores-recolectores. Posteriormente, en este proceso de adaptación, las
poblaciones comenzaron a sedentarizarse y a cultivar y domesticar animales,
cambiando su alimentación y por ende, se dio lugar a los grupos “A” y “B”.
Estos procesos de adaptación son muy
importantes y se han ido edificando y solidificando en largos y representativos
periodos de tiempo, junto a las prácticas propias de cada población y
ecosistema, construyendo las estructuras sanguíneas y biológicas de las
poblaciones, en base a la variedad de agrobiodiversidad. Mencionamos este
suceso pues es determinante en tanto la introducción abrupta y violenta de la
lógica de mono-producción capitalista-agroindustrial, está derrumbando y
rompiendo con la identidad y estructura biológica de los seres humanos constituida
por generaciones, para dejarle una sola opción: la de homogeneizarse de acuerdo
a la producción masiva de unos cuantos alimentos, contados con los dedos de la
mano y desatando un problema mayor de salud pública basado en el surgimiento de
distintas enfermedades asociadas a este paradigma de alimentación.
Si bien la agroindustria puede alimentar a la
totalidad de la población y no lo hace, tal como mencionamos al inicio de este
artículo, la contradicción no se reduce a ello: al hambre, sino que descansa,
también, en la erosión de la salud del ser humano y sus estructuras biológicas,
de acuerdo a intereses netamente corporativos de cooptación de la cadena alimenticia
global. Estamos ante un proceso de colonización que va más allá del ámbito
ideológico y descansa en el control del ser humano a través del estómago. La
homogeneización de la oferta alimenticia recae en la propia homogeneización
biológica y de identidad del ser humano.
Referencias:
Altieri, M. 2008. Small farms as a planetary ecological asset: five key
reasons why we should support the revitalisation of small farms in the Global
South. Food First. Available from: http://www.foodfirst.org/en/node/2115
Davis, M. 2001. Late Victorian holocausts. El Niño famines and the
making of the Third World.London: Verso.
Friedmann, H. and A. McNair. 2008. Whose rules rule? Contested projects
to certify ‘local production for distant consumers’. Journal of Agrarian
Change, 8(2–3), 408–34.
GRAIN, Food and Climate Change: the forgotten link. http://www.grain.org/article/entries/4357-food-and-climate-change-the-forgotten-link
Madeley, J. 2000. Hungry for trade.
McMichael, P. (2009): A food regime genealogy , The Journal of Peasant
Studies, 36:1, 139-169
Walker, R. 2004. The conquest of bread. A hundred and fifty years of
agribusiness in California. New York, NY: New Press.
Weiss, T. 2007. The global food economy. The battle for the future of
farming. London: Zed Books.
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