domingo, 27 de enero de 2013

Descampesinización y uniformización alimenticia, vías para la cooptación de la cadena alimenticia global



La historia de la alimentación contemporánea está sujeta a una gran contradicción: el modelo agroindustrial de producción a gran escala que ha surgido desde la Revolución Industrial, el cual se autocalifica como el único viable para resolver el tema alimenticio en el mundo y que, además, ha aportado con una masiva producción de alimentos, se enfrenta a cada vez más profundas y constantes crisis de alimentos caracterizadas por cada vez más personas hambrientas en el mundo. De las 7 mil millones de personas que habitan el mundo, 1 mil millones se consideran crónicamente hambrientas en la actualidad. Esto nos obliga a preguntarnos y, de hecho, muchísimos lo hacen, si este modelo, que clama ser el único viable para responder al hambre mundial, es realmente factible.
La descampesinización del mundo
Realizando una rápida genealogía de la producción alimenticia, es crucial tomar en cuenta las hambrunas europeas de Inglaterra e Italia del Norte del siglo XVII, la crisis finlandesa en el invierno de 1868 y la más devastadora: la hambruna irlandesa entre 1845-1848 (Vanhaute, 2007). Todas sirvieron para detonar en Europa una política agresiva de producción agrícola en sus colonias, lo que incrementó masivamente la disponibilidad de alimentos al continente europeo, posibilitando mayor seguridad alimentaria, decrecientes precios de alimentos y un decrecimiento de la población agrícola. Dicho proceso sólo se pudo sostener en un mundo rápidamente cambiante y cada vez más desigual.
A su vez, las necesidades de consumo del mercado europeo, atadas al crecimiento demográfico exponencial del último siglo, impulsaron una nueva ola de exportación de millones de trabajadores excedentes a las colonias europeas (Argentina, Australia, Uruguay, etc.,), con lo que se fue consolidando la producción barata en áreas templadas (lácteos, granos y carne). Mientras tanto, la producción de productos tropicales ya estaba consolidada en las colonias tropicales mediante la provisión de esclavos, en su mayoría de origen africano y en menor parte indígenas que trabajaron en condiciones deplorables en un régimen semi-feudal. De este modo, si bien las hambrunas en tiempos de paz se erradicaron de Europa occidental, incrementaron de manera desmedida a través de todas las colonias (Davis, 2001). Aquí tenemos otra contradicción que, de hecho, cimienta la primera mencionada al inicio de este artículo. Vale la pena recalcar en este momento que esta contradicción subsiste en la actualidad. La mayoría de los países industrializados han logrado un menor número de crónicamente hambrientos; sus principales problemas en la actualidad son, por el contrario, la obesidad debida a la sobrealimentación de mala calidad y los problemas de salud pública que devienen de la mala alimentación. Por su lado, son los países latinoamericanos, africanos y asiáticos los que sufren hambre y desnutrición por causa de ella.
De este fenómeno colonial de explotación e imposición, que ha estado acompañado de la apropiación ilegal de territorios, nace la teoría del progreso agrícola. Al ubicarse Europa en la cima jerárquica del poder global, pudo descampesinizarse y utilizar la excedente mano de obra aglutinada con anterioridad en sus tierras agrícolas, para su incipiente revolución industrial pudiendo importar materias primas y alimentos baratos. Todo esto a costa de: 1) la inserción de pequeños productores a la producción de commodities, 2) la incorporación de millones de productores en las regiones tropicales y templadas al mercado global, 3) el debilitamiento o destrucción de sistemas locales de alimentación; todo en detrimento de la seguridad alimentaria local. En consecuencia, a principios del siglo XX, Inglaterra, por mencionar un ejemplo, importaba 70% de los granos, harina y productos lácteos y 40% de su consumo cárnico.
Todos estos logros, fuertemente apoyados por la propaganda, sistemas educativos y la homogenización de las dietas, legitimaron un fuerte y llamativo mensaje de modernización, descampesinización, industrialización e integración económica. El discurso apeló fuertemente a la erradicación del retraso, personificando al campesino como reliquia del pasado.
Así, surgió inicialmente el proceso de descampesinización cómo fenómeno social y económico, lo que aseguró la total dependencia de la población humana actual y futura en términos de producción de alimentos (de unas cuantas empresas agropecuarias multinacionales que controlan la cadena de producción alimenticia), y una total pérdida de la riqueza milenaria agrobiológica. John Steinbeck en su obra magistral “Uvas de la Ira”, describe el proceso por el cual los pequeños productores agrícolas de EE.UU. son expulsados de sus tierras. En este país, la concentración de tierra motivada por el surgimiento del mercado financiero y la apertura de mercados de granos significó la disminución de granjas, de 7 millones en 1935 a 1.9 millones en 1997. Para 1999, granjas con superficies mayores a 500 hectáreas controlaban el 79% de la tierra productiva americana (Holt Gimenez y Shattuck, 2011).
Según estadísticas de la FAO, en 1950, el 65% de la población global estaba involucrada en la agricultura. Para el 2000 sólo el 42%. (FAO Statistics). Hoy, la población global se estima en 7.000 millones de personas; sin embargo, la población productora no supera las 1.500 millones (Oxfam, 2011).
La crisis actual: el hambre en el mundo
La crisis del siglo XXI es el producto del resquebrajamiento del sistema económico y social; su origen es político y casi siempre prevenible (Vanhaute, 2011). Las hambrunas actuales son típicamente vistas cómo crisis humanitarias que se pueden prevenir, pero, simplemente no se lo hace, por esto otros las ven como crímenes contra la humanidad (Edkins, 2007; de Waal, 1997). No está de más, entonces, mencionar que el 2008 se tuvieron volúmenes record en cosechas (2287 millones de toneladas métricas), más que suficientes alimentos para alimentar a todo el mundo (FAO, 2009), pero, a pesar de ello, existen 1.000 millones de crónicamente hambrientos, y resulta que 500 millones de ellos son productores (Shiva, 2011).
La articulación del sistema alimenticio corporativo
Y la solución a la crisis alimenticia está cada vez más lejos de resolverse pues el interés en el tema apunta a hacer negocios. No es por nada que el sistema alimenticio está cada vez más articulado a lo corporativo. Post II guerra mundial, en los 60 y 70, y en el actual siglo XXI, la respuesta usual es la de impulsar nuevas revoluciones verdes; todo endorsado por el agro negocio. Los shocks económicos de los 70 y 80 anunciaron la etapa de expansión económica neo-liberal. Dicho contexto junto al llamado seductivo del libre mercado de los 80 y la especialización productiva como motores de desarrollo, hizo que la liberización de mercados agrícolas y prácticas de dumping masivo de excedentes alimenticios, incrementaran dramáticamente la dependencia alimenticia del sud (McMichael, 2009).
Durante los 80, los programas de ajustes estructurales (SAPS, en inglés) rompieron las medidas arancelarias nacionales, desmantelando los mercados locales y destruyendo los sistemas de investigación local. Dichas políticas estaban plasmadas en los tratados comerciales bilaterales y tratados de libre comercio (FTAs, en inglés). Estos mecanismos constituyeron restricciones a los derechos soberanos de los estados a regular el alimento y la agricultura. En el sud, la llamada revolución verde promovió la agricultura intensiva –plan Bojan, Bolivia– de un número reducido de productos: trigo, maiz, arroz, y soya, usualmente llamados los cultivos de los pobres y el alimento de animales de granja.
De este modo, el control de la justicia alimenticia en el mundo recae cada vez en menos manos y se reduce a una gama de productos ofertados únicamente por el agronegocio. A continuación explicaremos las consecuencia de esta uniformización alimenticia, que tiende a elitizar las posibilidades de alimentarse o no y de alimentarse bien o no en este mundo.
Las consecuencias de la uniformización alimentaria
En primer lugar, tenemos una clara transición de dietas diversificadas a dietas reducidas caracterizadas por mayor consumo cárnico, de grasas y aceites, azúcar y carbohidratos procesados. Se trata de un fenómeno global que no se puede negar y que, además, no escapa a la clase social. La alimentación no es un tema de derecho humano, por lo menos no lo es para las grandes empresas que están acaparando, a paso seguro, toda la cadena de producción alimenticia. Las dietas buenas están en manos de poblaciones económicamente posibilitadas y las más pobres se encuentran encapsuladas en dietas altamente procesadas, con contenido calórico alto y sufriendo de subnutrición asociada a la obesidad (McMichael, 2009); es decir, sólo los ricos podrán alimentarse con alimentos sanos. Así, la reorganización de la cadena de comercialización ha subdividido a las dietas por clases económicas; no es por nada que el sector privado ha diferenciado a consumidores que se sirven commodities comestibles estándar (WalMart), de aquellos que comen productos de cadenas alimentarias cuidadosamente auditadas para su calidad (Whole Foods).
En este sentido, la respuesta al hambre en el mundo, lo decimos una vez más, es solamente un negocio y son las grandes empresas agropecuarias multinacionales las que interpretan el papel estelar. Los alimentos son productos del mercado y en el mismo existen consumidores con distinta capacidad de gasto. Este hecho, además, va de la mano del negocio farmaceútico que hace de la mala nutrición una mina de oro. No es un descubrimiento que el sistema alimenticio artificial y sin diversificación que no respeta los procesos de complementación entre la tierra, los ecosistemas, el clima y el ser humano, al momento de producir alimentos, genera problemas de salud, entre otros. Olivier De Schutter (2011) lo confirma con el siguiente ejemplo: “el cambio de sistemas de cultivos diversificados a sistemas simplificados centrados en los cereales ha contribuido a la malnutrición por falta de micronutrientes”, siendo este un enunciado de muchas investigaciones que hacen un llamado ante este problema.
De este modo, el hambre en el mundo no se reduce solamente al tema de comer o no comer, sino que se concentra también en ofertar alimentos que imponen costumbres alimenticias aptas para el agronegocio y el negocio de las farmacéuticas: la enfermedad.
En este momento de la exposición, es crucial recalcar un punto neurálgico que explica aún más y le da sentido a la contradicción del sistema de producción de alimentos actual que no tiene como objetivo “alimentar” para calmar el hambre o para nutrir, sino “des-alimentar” de la manera más eficiente para producir seres humanos mal nutridos, sin posibilidades de acceder a una alimentación óptima, y sin posibilidades de producir sus propios alimentos. El fin va más allá del hambre y recae en adaptar al ser humano al sistema de producción de alimentos agroindustrial, el que, en realidad, “alimenta, engorda y nutre” los bolsillos de las grandes empresas agropecuarias que acaparan distintos procesos de producción a lo largo del mundo y rompen las posibilidades de autodeterminación de las poblaciones locales y, por ende, el derecho a una óptima alimentación para todas y todos. Para comprender mejor este enunciado, es importante ahondar en la dimensión ambiental de la producción de alimentos.
La dimensión ambiental dentro del análisis del régimen corporativo
La agricultura global es responsable de un cuarto a un tercio de las emisiones de GEI totales (McMichael, 2009). GRAIN, sitúa los aportes de GEI entre 47 y 54%. Esto es causa de varios elementos, pero en este ensayo nos interesa resaltar uno de ellos: la producción agrícola subordinada a relaciones netamente capitalistas de producción significa la progresiva implementación de inputs (recursos orgánicos a commodities), que reducen el reciclaje de nutrientes dentro del suelo y agua, provocando la implementación de métodos agronómicos dependientes de químicos y semillas OGM producidas bajo estándares industriales (McMichael, 2009). De este modo, la producción de alimentos, ligada a la descampesinización del mundo, va de la mano de una lógica de producción cada vez más artificial y dicotómica con el medio ambiente; asimismo, proviene de una historia de colonización que ha destruido la producción local, sus propios conocimientos y culturas asociadas a la producción de alimentos. Finalmente, pero no menos importante, ha generado un proceso de erosión de la agrobiodiversidad asociada a la homogeneización de consumo de alimentos que caracteriza nuestra alimentación en la actualidad. Todos estos temas están conectados y más aún, pues se contienen mutuamente y no se los puede separar.
En cuanto a la pérdida de agrobiodiversidad, tenemos que a lo largo de miles de años de actividad agrícola se han manejado alrededor de 7 mil especies agrícolas y varios miles de tipos animales. Sin embargo, según datos del Convenio de Diversidad Biológica, sólo quince variedades de cultivos y ocho de animales representan el 90% de nuestra alimentación actual (GRAIN, 2011).
Este hecho está unido, también, a la pérdida de cultura y conocimientos ecológicos de cómo vivir y trabajar con los ciclos naturales mediante la disolución de la agricultura diversificada, prácticas ambientalmente adecuadas y con mejores rendimientos que la producción especializada industrial (Weis, 2007; Altieri, 2008; IAASTD, 2008). Como ya mencionamos en otro ensayo, la pérdida de agrobiodiversidad no puede separarse de la erosión cultural. La homogeneización de la alimentación es un proceso ligado a la homogeneización cultural. Pero esto es más complejo de lo que parece pues esta homogeneización cala al interior de cada ser humano, en sus características biológicas y genéticas. Nos explicamos: en tiempos de diversidad agrícola y de alimentos, los campesinos desenvolvían su identidad de acuerdo al medio en el que vivían, el cual les proporcionada la opción de producir variedad de alimentos propios del ecosistema específico que les cobijaba. Este proceso de adaptación y complementación entre las poblaciones humanas, los alimentos y el medio ambiente, que se han erigido a lo largo de generaciones, ha tenido como producto una evolución biológica que ha permitido el nacimiento de los grupos sanguíneos por ejemplo. Así, tenemos que el grupo sanguíneo “O”, que es el más antiguo, procede de las poblaciones de cazadores-recolectores. Posteriormente, en este proceso de adaptación, las poblaciones comenzaron a sedentarizarse y a cultivar y domesticar animales, cambiando su alimentación y por ende, se dio lugar a los grupos “A” y “B”.
Estos procesos de adaptación son muy importantes y se han ido edificando y solidificando en largos y representativos periodos de tiempo, junto a las prácticas propias de cada población y ecosistema, construyendo las estructuras sanguíneas y biológicas de las poblaciones, en base a la variedad de agrobiodiversidad. Mencionamos este suceso pues es determinante en tanto la introducción abrupta y violenta de la lógica de mono-producción capitalista-agroindustrial, está derrumbando y rompiendo con la identidad y estructura biológica de los seres humanos constituida por generaciones, para dejarle una sola opción: la de homogeneizarse de acuerdo a la producción masiva de unos cuantos alimentos, contados con los dedos de la mano y desatando un problema mayor de salud pública basado en el surgimiento de distintas enfermedades asociadas a este paradigma de alimentación.
Si bien la agroindustria puede alimentar a la totalidad de la población y no lo hace, tal como mencionamos al inicio de este artículo, la contradicción no se reduce a ello: al hambre, sino que descansa, también, en la erosión de la salud del ser humano y sus estructuras biológicas, de acuerdo a intereses netamente corporativos de cooptación de la cadena alimenticia global. Estamos ante un proceso de colonización que va más allá del ámbito ideológico y descansa en el control del ser humano a través del estómago. La homogeneización de la oferta alimenticia recae en la propia homogeneización biológica y de identidad del ser humano.
Referencias:
Altieri, M. 2008. Small farms as a planetary ecological asset: five key reasons why we should support the revitalisation of small farms in the Global South. Food First. Available from: http://www.foodfirst.org/en/node/2115
Davis, M. 2001. Late Victorian holocausts. El Niño famines and the making of the Third World.London: Verso.
Friedmann, H. and A. McNair. 2008. Whose rules rule? Contested projects to certify ‘local production for distant consumers’. Journal of Agrarian Change, 8(2–3), 408–34.
Madeley, J. 2000. Hungry for trade.
McMichael, P. (2009): A food regime genealogy , The Journal of Peasant Studies, 36:1, 139-169
Walker, R. 2004. The conquest of bread. A hundred and fifty years of agribusiness in California. New York, NY: New Press.
Weiss, T. 2007. The global food economy. The battle for the future of farming. London: Zed Books.

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